El paseante errante.

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El paseante errante es ese tipo cualquiera que te encuentras por la calle, vagando sin rumbo fijo, sin plan previo, y que pasa desapercibido, camuflado entre la muchedumbre. De hecho puede decirse que su plan -consciente- consiste precisamente en no tener ningún plan. Paradójicamente, sus compañeras buscadas de viaje son la soledad y la serendipidad. Sin embargo, él asegura que sus paseos son solitarios -y que no le acompaña por tanto la soledad- y que en ellos no busca nada -de modo que no busca ninguna serendipidad-. Pero ocurre que, tras decir eso, sonríe socarronamente.

Es paseante porque pasea, y errante porque lo hace sin rumbo fijo, pero al mismo tiempo, errante porque yerra. Yerra porque su espíritu, inquieto y curioso, que acostumbra a encapricharse con alguna de las cosas que observa en sus caminatas, le lleva a aproximarse a ellas, ocurriendo que, o bien cambia de parecer y sus expectativas distorsionadas le juegan una mala pasada -no es lo que esperaba-, o bien el hastío acude temprano -se cansa-. Pero asegura que esos errores, vistos con perspectiva, en realidad no lo son, y que, además, con esa lógica podría llegarse al absurdo de considerar que prácticamente todo es un error. También dice que quizás todo sea absurdo y un error, pero que nada tiene ello de malo. También, después de todo eso, sentencia «la verdad es que da lo mismo». Dice -el paseante errante- que en sus largas caminatas no busca ningún lugar en particular, y que no aplica ningún criterio: tan solo pasea y se abre así a las infinitas posibilidades que le brinda el paseo. Se interesa por alguna zona o monumento en particular que le llama la atención y, una vez allí -desde esa zona o monumento que le ha picado la curiosidad- se fija en otro lugar o monumento por el que siente un repentino e irrefrenable interés. «Una cosa me lleva a la otra, qué le vamos a hacer; cambio de opinión y no veo ningún problema en hacerlo. Quizás el problema, precisamente, sea el no hacerlo pese a haber buenas razones para ello». Y muchas veces, tras esas vicisitudes de ir de un lado a otro sin saber bien por qué, acaba en el mismo sitio, pues ese trajín de la abeja que va de flor en flor le hace ver aquel sitio -ya explorado- de una forma distinta -distinta a aquella primera vez-, circunstancia ésta que no hubiera sido posible en caso de haber decidido no abandonar en un primer momento ese lugar, lugar que, sin pretenderlo, le abrió la posibilidad de descubrir otros, otros lugares que le proporcionaron, durante su camino, de una experiencia que le permitió volver al «comienzo», pero esta vez redescubriéndolo. «¿No ves? -reacciona con ímpetu- en realidad el auténtico error es no cometer ningún error. Muchos errores son necesarios y te conducen a aciertos, y precisamente a la larga se ven como aciertos, pues el error habría sido no haberlo cometido. Errar puede ser un acierto. Recuerda la perspectiva». El paseante errante por tanto no busca, sino que descubre; por eso nunca yerra, porque quien no busca no siente que pierde, y en cambio, quien descubre, siempre siente que acierta.

No obstante, ocurre que algunos viandantes, extrañados, le preguntan con insistencia: «¿qué andas buscando que siempre te encuentro dando vueltas?», a lo que él, encogiéndose de hombros, responde con otra pregunta «¿por qué tengo que buscar algo para estar dando vueltas?». Luego, el paseante errante, que lo mismo que aplica a sus paseos lo aplica a sus pensamientos -o pensatiempos, como él los llama- se dice: «para estar buscando algo debes haberlo perdido previamente, y si te estás buscando a ti mismo, es porque antes te has perdido. Y que yo recuerde no he tenido nada que haya perdido, es decir, no tengo nada que buscar ni, por tanto, que encontrar; ni tampoco me he tenido nunca a mí mismo, de ahí que no tenga sentido buscarme ni, por tanto, encontrarme. Yo tan sólo descubro, y descubriendo, me descubro a mí mismo. Por eso soy un paseante errante».

Un día, el paseante errante se topó con un tipo de mirada retraída, pero profunda e insondable. Él sí parecía que buscaba algo, y se presentó: «soy el buscador errante«. Tras una larga charla -mientras caminaban-, el paseante errante se paró de golpe, miró al buscador errante a los ojos, y le preguntó: «¿Existe el objeto de tu búsqueda?«. El buscador errante se quedó mudo. Estaba confundido. Ante el elocuente silencio, el paseante errante retomó la palabra. «Sí, eres un buscador errante, sin duda, pero no por lo que crees. Vagas, sin rumbo fijo, tambaleándote de un lugar a otro porque, dices, buscas algo que un día arrancaron de tus entrañas, y también dices que siempre yerras, porque cuando crees haber encontrado por fin ese algo y crees tenerlo en tus manos, se evapora como un espejismo. Pero tu error no es equivocarte a la hora de buscar; tu error es la búsqueda misma. ¿No puede ser por tanto que tu error, como buen errante, haya sido el de creer haber perdido algo, creer que buscas algo? ¿No has pensado que ese sentimiento, ese impulso innato que te induce a caminar de un lado a otro, lo has podido interpretar mal desde el primer momento?  ¿No puede ser que tu error haya sido el de creerte buscador?»

El buscador errante.

Los dos párrafos entrecomillados que voy a introducir a continuación los escribí hace más de dos años. Un 23 de septiembre de 2013. Hoy, desde luego, no escribiría lo que escribí por aquel entonces, ni en estilo (de hecho me parece ñoña y «muy sentido») ni en contenido, pero el pensamiento o sentimiento esencial, de fondo (lo relevante), permanece intacto. El caso es que ese pensamiento me vino a la cabeza el otro día y, con él, recordé estos dos parrafillos de «el buscador errante». Me dio por volver a leerlo y me di cuenta de que tenía otra forma de ver las cosas. Me pareció entonces interesante la idea de volver a escribir sobre ese pensamiento (sentimiento), pero con los ojos de hoy, para compararlo -digamos- con los de ayer. En realidad no comparo el pensamiento en sí, que en esencia permanece inmutable, sino la distinta forma que tengo de afrontarlo a día de hoy: tanto en estilo, en la forma de expresarlo estéticamente (el simbolismo y la metáfora encierran mucho), como en el trasfondo. Me sirve de ejercicio para ordenar ideas. Así que vamos a empezar con «el ayer», con el buscador errante (para poder continuar luego con «el presente«):

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«Seguramente, más de una vez, sin saberlo, te hayas encontrado por la calle a algún tipo de mirada retraída, pero profunda e insondable; desorientada, pero anhelante de algo desconocido que lo arrastra. Esa mirada inquieta, que mira con los ojos del alma, busca con impaciencia y locura desmedida lo que una vez le arrancaron de sus entrañas; algo que le dejó un inmenso vacío, vacío que le produce un intenso dolor, dolor que le desgarra por dentro las paredes del alma.

Ese individuo, ese buscador que, como el sediento caminante, se arrastra por el desierto en busca de agua, que es su vida, a menudo advierte un oasis en el difuso  horizonte, pero esos oasis, manantiales de la vida, una vez son alcanzados por el buscador, pronto se evaporan entre sus manos, desvaneciéndose como espejismos. Y ese buscador, de alma sedienta, acostumbrado al error y al fracaso, con un ánimo y fuerzas cada vez más lánguidos, raquíticos, prosigue pese a todo su terca búsqueda, a cada paso de la cual deja tras de sí restos de sueños quebrados. Es un buscador errante, porque yerra, y errando, se tambalea de un lado a otro, sin rumbo ni asiento fijo, y todo ello con una sola cosa en mente, lo que es la causa de su desdicha: aquello que una vez ocupó lo que ahora es un gélido vacío. Así, su persistente búsqueda, infructuosa, lo mantiene absorbido por completo, es lo que le da vida, pero, al mismo tiempo, es aquello por lo que desea morir. Pero entonces, de improviso, cuando está sumergido, inmerso en las profundidades de su cruda búsqueda, una punzante puñalada en forma de pregunta le acomete cruelmente: ¿Existe el objeto de tu búsqueda?»